El barco se ha perdido en lontananza, las lágrimas han dejado de brotar, no tengo hambre, ni sed, sólo dolor. Pienso en mi Madre lejana, a miles de kilómetros, afino el oído y escucho sus pasos cansados, su voz que dulcemente pregunta: ¿Por qué lloras hijo?
El techo de palos en forma de rejas, del refugio, se refleja en el piso de adoquines, como una ventana enrejada que semejara una cárcel, a lo lejos se divisaba la figura de un guardia que parece confirmar esta sensación.
Pasa alguien vestido con zapatillas y pantalón azul, un ser sin rostro.
- Señor, ¡que te hice ahora!
- Nada
- Porqué entonces me tienes así. ¿No te importa que uno sufra?
- Si me importa, yo sufrí.
- Si, pero tu eres El Señor, yo soy un gusano
- No, no eres un gusano. Solo un humano que está sufriendo.
- Señor tu sabes el problema. No es mi culpa.
- ¿Te he culpado yo?
- No Señor.
- ¿Entonces?
- Es que siento que te estás vengando.
- Sabes que no es así.
- Si Señor, pero pareciera ser ...
- Tu me interesas, y lo sabes.
- ¡Sí!, y el llanto brota desgarrador.
El guardia en su recorrido pasa cerca, quizás intrigado, de ver a alguien tanto tiempo sentado, casi sin moverse,
- ¿qué tendrá ese pobre hombre?
- ¿Estará enfermo?
- ¡Será un malhechor! Mira y sin apuro sigue su rondar.
El mar se agita, sus aguas verdes, se encabritan caen como una cortina de agua, de multitud de colores por el irisar del sol, la tarde está declinando, me pongo en pié, debo regresar, en casa esperan.
El paso es cansino, el libro en mis manos parece de plomo, el sol se empieza a despedir, una enorme bola de fuego cae sobre el horizonte marino, simulando un incendio.
La tarde se pone fría, el corazón peor. Mañana, debe ser mejor. Si; deberá ser mejor porque Cristo me ha dicho:
Entiendo tu dolor, ¡anímate!, por que YO SOY tu Sanador.

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