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La felicidad de los otros
Por David Gallagher
Yo quería escribir, para mi doctorado en Oxford, un estudio sobre Dostoievski. Mi potencial supervisor de tesis se llamaba Ronald Hingley, el autor de un libro sobre Chejov. Fui a presentarle mi proyecto en una casa húmeda y fría que tenía a la salida de Oxford.
"¿Por qué Dostoievski?", me preguntó. "Se ha escrito mucho sobre él, ¿sabes?". "Sí", le contesté, "pero nadie ha inferido de sus novelas la cosmovisión coherente que yo le intuyo". "Pero Dostoievski no es un filósofo, es un novelista", me objetó. "Él descubrió que, al poner ideas en boca de sus protagonis-tas, les da un atributo más. Le da al roce entre ellos un elemento dramático más. ¿O eres de esos que confunden el pensamiento del autor con el de sus personajes? ¿Por qué no haces algo sobre el humor con que Dostoievski enfrenta las ideas contradictorias de sus personajes, para demostrar lo absurdas que son, para desenmascarar lo fatua que es toda 'cosmovisión', para usar tu portentosa palabra?".
Me fui cabizbajo, pero también enojado. Para mis adentros despo-tricaba contra la pequeñez de los ingleses, su incapacidad para dimensionar lo grande, lo importante. "Un país de tenderos", murmuré, acordándome de la frase de Napo-león. Chejov, el tema de Hingley, era un cuentista menor, me dije: era, como Hingley, un observador de lo insignificante.
¿Tenía razón Hingley finalmente? Tal vez. Me acuerdo de él cada vez que veo o escribo una frase como "según Dostoievski". Pero, ¿cuál era la cosmovisión que yo quería rescatar en el proyecto que él me indujo a abandonar ese invierno en Oxford?
Como joven católico, me intrigaba el cristianismo ferozmente anticatólico de Dostoievski. Es cierto que su manifestación más notable está en "El Gran Inquisidor", un cuento contado por un personaje, Ivan Karamazov. "Imposible más distancia del autor", diría Hingley. Pero está también en los diarios de Dos-toievski la idea de que el catolicismo apabulla al creyente con dogmas y reglas y amenazas de castigo eterno que no le dan espacio para optar en forma libre por el amor de Cristo, siendo que, sin libertad, no hay amor. Y me impresionaba su concepto de que cada hombre es capaz de cometer cualquier acto, bueno o malo, heroico o vil, del cual es capaz cualquier otro, para Dostoievski, el fundamento del desafío de Jesús, de que tire la primera piedra el que esté sin pecado. La infinita compasión de Jesús en ese momento permea la obra de Dostoievski, y por la misma razón: no hay nadie sin pecado.
Si cada uno de nosotros comprende a todos los demás, no co-rresponde hacerle a otro lo que no quisiéramos que nos hicieran a no-sotros, porque el otro es uno mismo. En un magnífico ensayo sobre Pushkin, Dostoievski contrastó el adulterio de la Anna Karenina de Tolstoi, con el sacrificio de la Tatiana de Pushkin, cuando ésta rechaza a Oneguin, por mucho que lo quiere con pasión, porque ella ya está ca-sada con un hombre que la quiere a ella. Según Dostoievski, allí está la esencia de toda moralidad. Tatiana sabe algo que es más importante que todo lo demás: que "no se puede basar la felicidad propia en la infelicidad de otro".
Su ensayo sobre Pushkin comprueba que Dostoievski sí entendía que un escritor puede encarnar grandes ideas en un personaje. Me lo decía hace poco, peleando una vez más con Hingley, cuando, sentado en el Teatro Municipal, oía a una joven soprano rusa en el papel de Tatiana, cantándole a Oneguin los implacables versos de Pushkin: "Que te vayas te imploro./ Sé que tu corazón alberga/ más nobleza que soberbia./ Para qué fingir: te adoro,/ pero con otro estoy casada,/ y para siempre comprometida".
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